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 NEC OTIUM ocio y negocio

 

Exposición individual

Ricardo Pizarro

Texto  por Amanda Salas Rossetti
 

Galería de Arte Contemporáneo Stuart
  Fondart 2011

Estrategia para convertir un cuchufli en postre de la boda real

 

Todos necesitan dinero, eso no es una novedad, y aquellos que pregonan prescindir de él, son bichos raros, hippies o artistas. Una raza aparte que, para algunos, no actúa de acuerdo a los principios económicos ni responde a los requerimientos básicos de la riqueza burguesa, sino que habita en otro planeta. Pero todo esto no es más que un cóctel de clichés. Los artistas, como los demás mortales, están conscientes del peso del dinero, tienen claro que su labor ha de ser financiada, y que el arte no crece entre las ramas de los árboles, ni cae como pera madura. Y a veces les resulta. Algunos artistas ganan grandes sumas, viven la vida de los ricos y famosos, con estupendas propiedades, bon vivant y lujo sin complejos. Porque desde hace un tiempo que la cultura, dentro de ella las artes visuales contemporáneas, tiene una dimensión económica, y aunque el resto del mundo no se entere o se haga el desentendido, los artistas sí lo saben.

 

Es más, algunos estarían dispuestos hacer de todo para alcanzar éxito, fama y dinero. Otros, sin embargo, son más reticentes. Ven en la comercialización un campo minado para su impoluta fuente creativa que, seducida por el éxito lucrativo, podría terminar contaminada por el gusto de la masa. Cual Houdini, tratan de escapar de las leyes de la oferta y la demanda. Temen caer en la zona de confort que otorga la obra vendida y por eso meterse en el mercado no deja de serles un dilema. Pero a la larga todos, desde el más radical hasta los más excelsos de la industria del entretenimiento, conviven en el mismo mar, el del capitalismo globalizado, y ahí tienen que aletear.

 

En esas aguas se sumerge y flota el pensamiento visual de Ricardo Pizarro. Desde el 2005, su obra reflexiona sobre las relaciones entre el presupuesto, producto y mercado del arte, y lo hace utilizando mínimos y perecederos recursos (toallas de papel absorbente, papel volantín, palitos de helados, fósforos etc.), graficando así la precariedad de sus condiciones de producción. El arte,como dice David García Casado, “es también producido por la economía de pobreza del artista”.

 

La precariedad económica en este caso, se convierte en una oportunidad creativa, con resultados tan exquisitos y elegantes que casi pareciera una ventaja comparativa disponer tan pocos recursos. Crear belleza desde la escasez, vendría a manifestar la terquedad del artista por superar las condiciones de subdesarrollo tercermundista y de clasificar a las ligas del arte local e internacional, lo que, a su vez, supone asumir que la determinación de su éxito, no sólo radicará en el valor intrínsico de la obra, sino en su potencialidad de negocio.

 

Quizás por eso, estos agrestes materiales que utiliza Pizarro son disimulados con un enmarcado y montaje prolijo, de alto nivel. Porque la viabilidad del negocio radica en la imagen que proyecta el producto, en que sea sofisticado y cool aunque se trate de una toalla desechable. Es lograr convertir un cuchuflí en el postre de una boda real. Y a veces, para lograrlo, las ideas más antisistémicas se maquillan y adquieren una estética pulcra, ordenada, sin ostentación ni adornos, con formas y figuras geométricas primarias.  Una inteligente combinación de los principios del minimal art norteamericano, si se quiere, tendencia tan afín con los gustos decorativos de la mujer y el hombre contemporáneos ávidos de objetos y espacios sencillos, neutros o blancos, pero, claro, de materiales industriales y tecnológicos.

 

Desde esa perspectiva, la obra aparentemente danza sumisa al compás de los gustos de esta audiencia, pero, lejos de la impronta industrial y tecnológica, arremete con “un paquete artesanal, típico de nuestra condición caníbal, pobre y periférica, pero completamente personal", como describieron, en 1995, en su exposición colectiva los artistas latinoamericanos José Bedia, Carlos Capelán y Saint Clair Cemin.

 

Es en esa autoproclamación de artesano que Pizarro desvela su insubordinación al  minimalismo y a la producción actual de imágenes fuertemente mediatizadas por el uso de las tecnologías. Una sutil desobediencia a lo que la “gente” desea y, por lo tanto, al sustrato de todo mercado. 

 

Pizarro, en las obras de pliegos de papel absorbente, traza a mano formas abstractas compuestas de diminutos y consecutivos puntos de plumón, con un diseño calculado pero artesanal. Del mismo modo, inserta miles de tachuelas en una plancha de plumavit con las que multiplica el signo + por toda la superficie, construyendo también extensas minirrejillas de palitos de helado que cruzan espaciosas galerías de arte. Así, una y otra vez reproduce de modo manual formas y signos básicos. Esta táctica permite parodiar la elaboración industrial, típica del minimalismo, cuyos procedimientos eliminan la huella del artista. La técnica manual rescata la figura del autor como ser creativo y hacedor de objetos al margen de la producción en masa. Al respecto, escribe el historiador italiano Giulio Carlo Argan: “El trabajo reiterativo de la industria no es libre; por lo tanto, no es creativo, no depende de una experiencia de la realidad ni la renuevan (…) El arte como modelo de operación creativa, contribuye a transformar las condiciones objetivas por las que la actividad industrial resulta alienante”. ¿Serán esas las aspiraciones de Pizarro?

 

Pareciera que no. La laboriosa manufactura artesanal de sus obras es, de todas maneras, un acto mecánico. Un esfuerzo físico reiterado y monocorde realizados por una máquina humana. Es como si, a fin de cuentas, Pizarro demostrara que ni siquiera los artistas pudieran librarse de las estructuras enajenantes de la industria y su mercado, por mucho que se propongan hacerle pelea. Dentro del capitalismo, hasta la rebeldía, para ser puesta en escena, ha de venderse como un producto más, instancia en la que, inexorablemente, toda su potencialidad revolucionaria se diluye.Nadie es puro ni libre. Todos, en mayor o menor medida, se deben acomodar al sistema. Y eso implica un gran riesgo, quizás el más pavoroso de todos: el de terminar vendiendo el alma al diablo. Porque, como diría Marshall Berman, “estos obreros, al venderse al detalle, venden no sólo energía física, sino que su mente, sus sentimientos más profundos, sus visiones e imaginarios, prácticamente todo su ser”.

 

En este sentido, Ricardo Pizarro vendría a tomar el camino del “cinismo ético”, como magistralmente acuñó Luis Canmitzer, esto es, “aceptar la realidad en sus propios términos no es sinónimo de aprobar esa realidad”. Y para eso propone una obra que, sin ser radical, inquieta, y que, con sutiles ironías, promueve, al menos, estéticos actos de rebeldía que permiten, quizás, dormir más tranquilo.

 

Amanda Salas Rossetti

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