BIPOLAR
Historia y Enajenación
Exposición bipersonal
Rodrigo Ortega y Ricardo Pizarro
Galería de Arte Balmaceda 1215
2005
CERTIFICAR, GARANTIZAR, LEGITIMAR.
Por Justo Pastor Mellado
En junio de 1996, escribí para el tabloide editado por Vicente Ruiz “Ventana Chile (periódico de política cultural)”, un texto que llevó por título “Las Instituciones Culturales como estrategia de control de las nuevas poblaciones de riesgo social”
En ese momento era profesor en la Escuela de Arte de la Universidad Católica. Dictaba un curso que en la ficción de malla curricular adquirió el título de “Textos de arte”, destinado a trabajar durante un semestre algunos textos cortos especialmente escogidos para producir un alto rendimiento metodológico, que pudiera ser invertido en el trabajo de producción de tesina. Entre uno de esos textos se encontraba la corta novela de Balzac, “La obra maestra desconocida”.
La lectura del texto permitía abordar tres cuestiones decisivas a la hora de determinar algunos problemas formales del propio campo de arte chileno. Había, en primer término, una teoría de la carnación. Cuestión de suma importancia en una escuela que siempre ha padecido la delgada literalidad de la pintura de Cienfuegos, que rehuye la carne. No solo por eso resulta literal, sino por la dinámica de construcción de la cita pictórica. El caso es que cuando se cree advertir el cuerpo, lo que hay es simulación sobre la madera policromada. No es el único, en la escena chilena. Sin embargo, una polémica de esta naturaleza era demasiado sutil como para que los agentes de transmisión técnica se hubieran dado por enterados. Tanto la comodidad analítica como la desidia académica lo impedían. Lo cual ratificaba, por otra vía, mi hipótesis sobre la omisión de la carne en la pintura chilena.
En segundo término, en la novela de Balzac hay una ficción de origen del arte moderno. Y en tercer lugar, una hipótesis acerca de la pintura como método de ascenso social. Sin embargo, esta es la que menos se aborda. Pienso en una magnífica obra de Lasar Segall, en que retrata a un grupo de inmigrantes sobre la cubierta de un barco. Escuché decir a alguien que esa escena era vista desde la primera clase. Otros artistas que viajaban en tercera clase, en barco, me relataban que el capitán les permitía subir a primera, durante el día. Allí trabajaban, haciendo croquis, pintando, para deleite de los pasajeros “premium”. El artista siempre posee una inquietante capacidad de travesía social. De ida y de vuelta. La migración está en su condición de obra. Hoy día, las migraciones no se miden en distancia geográfica, sino funcional. Siendo, éste, el siglo de las migraciones. El artista, entonces, puede encarnar la “figura heroica” de la intra-migración.
Hay casos ejemplares en la pintura chilena que ilustran lo anterior. A comienzos del siglo XX los artistas oligarcas dominan la escena. Recién desde e1920 en adelante se puede hablar de un cambio de proveniencia de clase en la composicion de los agentes. La pintura se convierte en actividad plebeya e ingresa en el terreno de la carencia social. Desde los años 30 en adelante, la carencia se combate, no tanto a través del mercado, sino de la docencia universitaria. En el 2000, la situación de movilidad social del artista resulta ser relativamente inestable; es decir, no existe más reconocimiento que el que garantiza el espacio universitario. En cincuenta años, la escena plástica no logró producir elementos de desarrollo que le permitieran desplazar de su dominio a los artistas-docentes. La enseñanza sería, durante prácticamente toda la segunda mitad del siglo XX, el único espacio de inserción social del artista. La enseñanza protegida le proporcionó un estatuto de asalariado que lo salvó de la exclusión. Sin embargo, como todo mercado, ha tenido que enfrentar diversas crisis de crecimiento. La estrategia de Poussin permanece como proyecto de movilidad; lo que ha cambiado son las formas de implementación de un nuevas condiciones de movilidad.
La novela de Balzac relata cómo el joven pintor Poussin visita al Maestro Porbus con el objeto de pedirle consejo. En verdad, le solicita abiertamente que lo inicie en las artes del acceso a la Corte, en la que Porbus había sido un favorito. A parte, el favorito es el que hace de figura oficial, en las cortes de hoy, políticamente garantizado por una concepción integracionista del mundo, que repele toda puesta en operación de la categoría del conflicto.
Pues bien: en el momento en que toman conocimiento el uno del otro, aparece un tercer personaje: Frenhofer, que había sido maestro de Porbus. Frenhofer está pintando el retrato de una mujer sublime. Mejor dicho, se propone sublimar en pintura la presencia de la mujer. ¡Pero cruza la frontera entre la carne y la representación de la carne!. El hecho es que pinta el recomienzo de la pintura. No puede terminarla porque no cuenta con la modelo adecuada. Entonces, deseoso de conocer sus secretos, Poussin le ofrece su amada como modelo. La ha ofertado a los ojos de otro. Es una manera de vender a la madre por conseguir su objetivo. La ha convertido en moneda de cambio para acceder a los secretos del viejo maestro. Es la figura del bastardo que asciende a través de las faldas de las mujeres, como se dice, según la hipótesis de Marthe Robert a propósito del nacimiento de la novela moderna. Es así que a cambio de proporcionarle la modelo, Poussin le exige a Frenhofer mostrar la pintura de la que tanto ha hablado.
Frenhofer se deja convencer y descubre la pintura. Poussin y Porbus quedan atónitos, ya que solo pueden percibir “una masa confusa de colores contenidos en una multitud de líneas caprichosas que forman una muralla de pintura”. Se suponía que había una mujer debajo de todo eso. Entonces Frenhofer se da cuenta que sus colegas no lo han entendido un carajo y los expulsa del taller. Esa misma noche se da muerte después de quemar toda su obra.
En la escena chilena el fantasma de Frenhofer siempre sobrevoló las ensoñaciones de un tipo como Adolfo Couve. Sin embargo, su viuda académica no aborda este punto en los textos en que le rinde culto. El también, en el borde costero de Cartagena, como lugar excéntrico y asiento de la nostalgia de los balnearios decaídos que apelaban a la memoria de una oligarquía fisurada, representó “a la chilena”, el propio mito universal del viejo maestro incomprendido que de pura soberbia quema su obra, para castigar a su posteridad. Su fracaso, el de Couve, es leído sin embargo como la figura de “un retorno a Manet”. El Frenhofer chileno representa la monstruosidad del exceso de talento en un sujeto que no sabe cómo puede convertirlo en influencia social específica.
En ese sentido, Poussin apuntaba más bajo. Solo quería aprender a pintar bien para entrar en la Corte y recibir buenas demandas de retrato. El modelo del cortesano estaba instalado en la propia escuela en que yo hacía clases. Si Couve era Frenhofer, Cienfuegos representaba a Poussin. Lo que faltaba era buscar el rol de Porbus. ¿La propia estructura de enseñanza? Pero era inencontrable. Más bien operaba como un significante vacío. Lo único que importaba era la movilidad de Poussin-Cienfuegos como un modelo de intervención cultural, ante la inminencia del Segundo Gobierno de la Concertación, dirigido por Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Importante hacer esta precisión, puesto que el “inventro” de las políticas de inserción social, que reconoce el estatuto del marginal, es Frei Padre. Hay una ofensa de derecha que invade el léxico público: ¡Roto marginal!.
Editorial LOM editó en 1998 una versión de “La obra maestra desconocida”, en su serie Libros del Ciudadano, dirigida por Germán Marín. Habrá que preguntarse por qué Germán Marín decide incluir el título de una fábula pictórica en la lista de una colección que se propone entregar herramientas de crítica política. Ya veremos.
En esa edición, el artista Eugenio Téllez escribe el texto de la contratapa. La edición aparece en el ocaso del “conceptualismo”. Es decir, cuando entra al gobierno. Téllez advierte dicho gesto y apenas lo evoca. Le basta con eso. De todos modos, mis alumnos de 1996 no leyeron esa versión. Y tampoco quisieron entender la relación que podría existir entre esa decisión editorial y la escena pictórica chilena de ese entonces.
En ese entonces, para repetir la frase, Rodrigo Ortega y Ricardo Pizarro asistían a los cursos de arte que se impartían en el centro cultural para jóvenes, Balmaceda 1215. No solo asistían a esas clases destinadas a estudiantes secundarios de bajos recursos, sino que lo hicieron con tal resolución, que se convirtieron en ejemplo de persistencia y compromiso, al punto que le fueron atribuidas becas Fundación Andes, para que pudieran proseguir estudios superiores de arte en las escuelas de su elección. Algo así como un paradojal y culpable “proyecto de integración” post-Machuca, generado desde la misma institución que tanto recurso destinó en la misma época a proyectos educativos y de recuperación patrimonial.
Fundación Andes “capitalistiza” el modelo de la vieja “cateca” que llega al fundo a repartir ajuares, santitos y medallitas, como tan bien aparece retratada en la narrativa de Arturo Fontaine. Pero los pobres de hoy reemplazan a los “dóciles” hijos del campesinado chileno de la pre-reforma agraria. Los pobres de hoy saben que ya son un estatuto en la teoría de la exclusión, o más precisamente aún, en las nuevas “pedagogías” analíticas del Imperio.
Después de la XI Documenta, no hay artista top que no deje de leer a Toni Negri. Pero es el Toni Negri ya mediatizado por el adelgazamiento analítico de sus propias alianzas. De hecho, “Imperio”, el libro que escribe con Michael Hardt no es más que un manual de refritos sobre las perspectivas minoritarias. No se puede “realizar” el chiste político de buscar donde sea gérmenes autentificados de expresión de la Multitud.
En esa coyuntura de 1996, cuando Negri vivía como refugiado político en Francia (solo regresaría a prisión, en Italia, en 1997), fue que Vicente Ruiz me pidió escribir un texto para el tabloide que debía acompañar una muestra de jóvenes en la que participaba Mauricio Garrido, joven artista formado en los talleres para jóvenes vulnerables.
Paso a transcribir algunos de los párrafos de dicho texto:
“El Centro Balmaceda usaba a Garrido y a tantos otros, como ejemplares de un colonialismo institucional básico. El Centro debía demostrar que servía para recoger las expresiones más auténticas de arte, las más primitivas, las más autodidactas; aquellas que, finalmente, no eran consideradas por quienes escribían la historia del arte. (…) El nuevo negocio de la prospección de autenticidades artísticas del pueblo joven se combina con las estrategias industriales del tratamiento de poblaciones a riesgo. Las instituciones de asistencia convierten al arte en terapia semi – colectiva. (…) Es decir, recolectar la eventualidad del arte primitivo de las tribus urbanas.(…) En 1996, el Gobierno de don Eduardo Frei Ruiz – Tagle implementa un programa social en el que una de sus partes, define el nuevo tipo de población de riesgo: los sectores juveniles. (…) Lo único que junta a estos artistas es el hecho de que provienen de instituciones. O sea: son huérfanos. Apenas reciben la colaboración filantrópica de los coleccionistas que por bajo precio acuden a estos centros a buscar nuevos valores. A condición de entender que, siendo hijos de la asistencia, deben abandonar dicho síndrome para hacerse reconocer por el resto de la complejidad que designa el arte en este país.(…) Lo que está en el fondo de esta cuestión, es el cuestionamiento a los fondos concursables para creación artística. Las instituciones de asistencia quieran ese dinero para implementar un mayor número de proyectos de terapia artística limítrofe. (…) Entonces, todos estos proyectos sólo se validan para dar trabajo a los funcionarios de cultura. ESTA ES LA VERDADERA ZONA DE RIESGO SOCIAL. Frente a ellos la ciudadanía está indefensa”.
A casi diez años de esa fecha, recibo un correo de Rodrigo Ortega y Ricardo Pizarro en el que me envían la copia de ese artículo, que yo había perdido hasta en mi propia bibliografía. Como me manifestaban sus intenciones de exponer en Balmnaceda 1215, estaba dispuesto a desentenderme del asunto. No me agradaba verme comprometido en ninguna operación con dicho centro cultural. La razón de esto se remonta al año 1998, cuando escribí un ensayo para una muestra de José Balmes en el Museo de Bellas Artes, financiada por ellos. Se trató de “Lota El Silencio”. Lo que les molestó en grado sumo fue la crítica al Plan de Reconversión de Lota.
En el texto se establecía una relación entre dicho Plan de Reconversión y la “re/conversión” del Objeto en el arte contemporáneo. Este procedimiento permitía realizar un análisis político y simbólico de la impostura del “plan de reconversión” que diversos organismos del Estado ponían en ejecución. Las autoridades del centro cultural amenazaron con no publicar el texto, porque se atacaba a los que financiaban el proyecto. Semejante argumento, proveniente de una administración socialista era admirable. Balmes, a su vez, amenazó con bajar la exposición. Al final, la dirección del centro cultural redactó una presentación para lavarse las manos ante los financistas. El catálogo quedó muy bien, con esta presentación de antología, que anticipa un modo de trato de ese tipo de administraciones culturales con las prácticas artísticas más duras, en cuanto a ejercer principios de discriminación que comparte las estrategias de “censura blanda” a través de los manejos de financiación de proyectos. En este sentido, lo más importante del catálogo “Lota El Silencio” ha sido esa presentación que la dirección se vio obligada a escribir para quedar bien ante sus mandantes. ¡Eso es lo que se llama probidad política!
Yo estaba a punto de responder negativamente a Rodrigo Ortega y Ricardo Pizarro cuando estos me remitieron el texto del artículo que yo había escrito en 1996, para “Ventana abierta”. Ahí pensé que el título del propio tabloide señalaba cómo estos jóvenes artistas habían sido formados en su estrategia de ascenso, para entrar justamente por la ventana al sistema de enseñanza superior. El problema hoy día es cómo transformar su experiencia en un tipo de acumulado que les permita acceder a un circuito nacional ya reticulado por las estrategias de dominio de grupos decisorios que no están dispuestos a garantizar la autonomía que han exhibido.
Si bien estos artistas fueron unos ejemplares estudiantes, obligados a cuidar los promedios para mantener la beca, dejaron de ser ejemplares artistas emergentes, porque no se sometieron a las políticas de dominio ya existentes. Lo cual me hizo pensar en la reforma agraria y los procesos de redistribución de tierras a campesinos pobres que, con titulo de dominio en la mano, no pueden acceder a crédito alguno. De ahí que se les permitía estudiar cinco o seis años en una escuela formal, para que al final, los propios mecanismos de reconocimiento de las escuelas, los excluyeran de sus planes inscriptivos. O sea, no les dieron crédito.
Ahora bien: no se usa que los artistas que han sido becados conviertan las condiciones de atribución y cumplimiento de la beca en soporte de obra.
Rodrigo Ortega enmarca todos los certificados y cartas de habilitación que acompañaron, o mejor dicho, acondicionaron la burocracia de la atribución, durante sus años de estudio. La puesta en escena gráfica es simple. Enmarca cada documento en un dispositivo ya encontrado, de esos que se emplean para exhibir los permisos y el pago de contribuciones y patentes al día en el comercio. Esta exhibición de certificados debe estar a la vista del público, por ley. De lo contrario, puede venir un inspector municipal y “sacarle un parte” a Balmaceda 1215.
Lo que este trabajo pone en relevancia Es, justamente, el rol de la certificación institucional en la delimitación del campo del arte. Pero sobre todo, señala la contradicción manifiesta entre papel y función; o más bien, la función del papel como soporte de “marca impresiva” del fenómeno de inserción como estatuto y como representación de una nueva categoría de política pública.
Lo central del trabajo es, justamente, la “graficicidad” de la certificación, con los sellos y firmas que corresponde.Rodrigo Ortega ha pagado, efectivamente, sus contribuciones. Balmaceda 1215 asumió el rol de Porbus en el cuento de Balzac. Pero cometió un desfalco. ¿Se trató de inserción en la enseñanza, como prolongación de los talleres para jóvenes vulnerables? ¿O se trató de inserción pensada como punto de partida para una integración en la invulnerabilidad? Habiendo sido, este centro, concebido para “salvar” o rescatar a jóvenes de poblaciones vulnerables, montó una sala de exhibición para jóvenes emergentes que provenían del sistema de escuelas universitarias. Pero usaba la chapa de centro cultural especializado en vulnerabilidades. La falta ética se instala en armar un centro de reparación, en cuyo interior se levanta un “quiosco” cuya explotación está destinada a satisfacer la estrategia de dominio de los propios responsables “curatoriales” del espacio. ¡Listo!
¡De vulnerable, esa estrategia, nada! Más bien se convirtió en una de las tantas extensiones de poderes fácticos de pequeña magnitud, donde se vulnerabilizaba a los jóvenes emergentes de escuelas no vulneradas, mediante el ejercicio de un arcaico sistema de dones y deudas. ¡Que paradoja! Un centro destinado a des/vulnerabilizar a un contingente vulnerable, terminaba por vulnerabilizar a un contingente des/vulnerabilizado. Esto es una demostración eficiente de que la noción “población vulnerable” corresponde a la designación de una cartera de inversiones de nuevo tipo.
Sobre la vulnerabilidad de un conjunto social se asienta el negocio de las agencias de manejo de la vulnerabilidad. Manejo no significa resolución, sino diferimiento orgánico. De ahí que Balmaceda 1215 ha sido, en términos estructurales, una agencia de manejo de vulnerabilidades. El negocio está en encontrar el nicho. Los dispositivos de inserción no crean insertos sociales, sino más agentes del dispositivo… Al final de cuentas, Rodrigo Ortega y Ricardo Pizarro obtienen diplomas para aumentar el déficit de empleabilidad, en un esquema que instala dispositivos de espera a cargo de los agentes de administración de los programas de inserción. Ya no se trata de acceso al empleo, sino de acceso al circuito de galerías o de ayudas, mediante atribuciones de fondos por servicios cumplido.
De ahí que la repartición de las ventajas estén reservadas a agentes emergentes que exhiban condiciones adecuadas de docilidad.
Concientes de la operatividad de los dispositivos de diferimiento, Rodrigo Ortega y Ricardo Pizarro me devuelven un texto cuya existencia había olvidado. Pero que anticipaba en mi propio trabajo la aparición de una serie argumental que todavía me rinde eficacia, sobre todo a la hora de analizar los textos y la pragmática del nuevo ente nacional de cultura.
Acepté, entonces, la interpelación de estos artistas para escribir la presentación de sus trabajos en...!la propia sala de Balmaceda 1215!, a la que ya me he referido. Pero estos son conducidos a exponer cuando el triángulo referencial que sostiene a Balmaceda, que es su dependencia conectiva con la Galería Gabriela Mistral y con Galería Metropolitana, está en baja. O sea, cuando ya no se le puede sacar partido porque la regulación de dicho circuito pasa, finalmente, por el acceso a Galería ANIMAL. En síntesis; se hace exponer a Ortega y Pizarro en Balmaceda, solo para cumplir con la demostración de que la beca Fundación Andes fue bien invertida y las platas cuadran.
Ortega y Pizarro aceptan el encuadramiento, como parte del trabajo descriptivo de la impostura que los habilita. Y Balmaceda, en su política de gestión de vulnerabilidades, no puede con ellos. Debe acogerlos en un lapsus de su política exhibitiva. No sirven para fundamentar la política de sus garantizadores. Porque se trata de una política destinada a obstruirse a si misma, por efecto perverso de su propia malversación de fondos. Balmaceda es una empresa de inserción fallida.
En este punto, no hay con qué limpiar los estragos orgánicos de estrategias blandas de manejo de reconversiones. No hay trapo que recoja semejante grasa y la disuelva gracias al empleo de un detergente activo. Pero Balmaceda, mismamente, se revela como institución detergente. Lava la culpa des/integrativa produciendo integración de baja intensidad. Esto es lo que pone en evidencia Ricardo Pizarro al dibujar figuras geométricas, mediante punteo de lápiz con punta de fieltro, sobre alveolos de papel absorbente de uso doméstico. Sus grecas absolutamente domésticas, de escolaridad extrema, producen ornamentalidad allí donde la idea de ornamentación fracasa. Lo que domina es la superficie lisa, con cubierta de formalita, para combatir como se debe la invasión bacteriana.
Si Ortega fija su atención en la adherencia de los sellos, Pizarro amenaza con los niveles de absorción de la superficie. Sus punteos de tinta sobre los alveolos pasan a ser indicaciones inútiles a la hora de indetificar el origen de una acometida gráfica. El soporte industrial empleado en el aseo denota la crisis de empleabilidad que experimenta el servicio doméstico, desde que Gonzalo Díaz produjera “Historia sentimental de la pintura chilena”, en 1982. La imagen de la chica del Klenzo, con su viejo trapo en la mano, que venía a realizar el programa de desgrasado de la norma procesual dittborniana, ha quedado sin trabajo. La chica del Klenzo se ha desafiliado de su propia imagen referencial. Un trapo se enjuaga, se estruja y se pone a secar. Guarda, en alguna medida, la memoria del ataque bacteriano. En cambio, la toalla de papel esponjoso va directamente a la basura. Pasa a ser un apósito absorbente rebajado a operaciones de superficie doméstica, convirtiendolo todo en “zona seca”.
Ciertamente, se trata de una “zona seca” de figuración, siguiendo la estrategia de una geometría no-sensible, afirmada en la formalización de gestos básicos que remiten a la memoria reprimida de una tecnología corporal destinada a marcar un signo que parece no significar nada. Justamente, ese viene a ser el propósito de un gesto rebelde, en su negativa a cumplir con el programa implícito en la política de inserción, que busca hacer evidencia del procedimiento de ascenso social consistente. Ortega y Pizarro se saben de memoria el cuestionario que atraviesa la gestión del asistido, de modo que éticamente se convierten en unos “impresentables”; es decir, en unos tipos que se disponen a desmontar la buena representación social del asistido, negándose a montar la “escenografía” que permite manejar el acceso a la máxima ayuda. Se trata, pues, de artistas que afirman su autonomía en el centro mismo de las instituciones de manejo de la vulnerabilidad social, des/fragilizando y recalificando la filiación de sus representaciones simbólicas.
Stgo, 2005